Reflexiones de San Agustín

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Por: Joan Bestard Comas

San Agustín siempre me ha fascinado. Es el hombre del corazón, enamorado de Jesucristo, la verdad viviente. Su preclara inteligencia y su gran corazón, abierto al amor de Dios y del prójimo, se reflejan en sus obras, especialmente en sus Confesiones, un libro que recientemente he releído con fruición y provecho.
San Agustín fue un cristiano comprometido y un pastor solícito. En este año sacerdotal es un buen ejemplo para todos nosotros.

1
La conversión de San Agustín

En palabras poéticas, de una fuerza inusitada, describe San Agustín su propia conversión a Dios. Es un texto bello, conciso y entrañable. Es una plegaria de admiración y adoración. Dice así:
“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste y clamaste hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste y con tu tacto me encendiste en tu paz”.
Cuando nos encontramos lejos de Dios, podemos afirmar como Agustín : “Tú estabas dentro de mí y yo fuera”. La conversión es un don, una gracia, no una iniciativa nuestra voluntarista. El que acaba con nuestra sordera y nuestra ceguera es Dios mismo.

2
Oh Dios, que en la oración sepamos oír lo que tú nos digas

“[Dios mío], los hombres te consultan sobre lo que quieren oír, pero no siempre quieren oír lo que tú les respondes. Y el buen siervo tuyo es aquél que no se empeña en oírte decir lo que a él le gustaría, sino que está sinceramente dispuesto a oír lo que tú le digas” (San Agustín).
Cuántas veces nos acercamos a la oración para oír lo que nosotros queremos y no para oír lo que en verdad Dios nos quiere revelar.
Cuántas veces en la oración andamos en pos de nuestra respuesta, no de la respuesta de Dios, que es la que verdaderamente salva.
La oración no es un lugar para tranquilizarnos, sino para dejarnos interpelar.
En la paz del alma no debe resonar nuestra voz, sino la voz de aquél (Dios) que es el único que puede iluminarnos y transformarnos.

3
Una breve y profunda oración de humildad

San Agustín en sus Confesiones formula esta breve y profunda oración de humildad: “[Oh Dios mío], tú eres el médico, yo soy el enfermo. Yo soy miserable y tú eres misericordioso”.
El adjetivo “misericordioso” es uno de los más bellos y profundos del vocabulario de nuestra religión cristiana. “Misericordioso” significa saber colocar el corazón cerca de la miseria para compadecerse de ella, tener un corazón tierno para con la miseria para remediarla.
La palabra “misericordia” está compuesta de dos vocablos: miseria y corazón. Quiere decir: tener un corazón abierto y generoso para con la miseria del otro.
La miseria es nuestra. El corazón para remediarla es de Dios. Dios contempla nuestra miseria y nos brinda su amor sin medida.

4
Nuestra meta es Dios

En el libro primero de las Confesiones de San Agustín, encontramos la famosísima exclamación: “[Señor Dios], nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti”.
Nuestro inicio radica en Dios y nuestra meta definitiva es Él.
Nuestra existencia es un proyecto que se inicia gracias a Dios y en Dios y que un día terminará en Él.
Entender esto significa dar un sentido profundo a nuestro ser y actuar.
Sin Dios, somos como seres perdidos en el universo, que desconocen su inicio, ignoran su camino y carecen de meta.
Sin Dios, el ser humano no es nada y anda errante por la vida sin rumbo ni destino y privado de auténtica felicidad.
Dios es el principio y el fin de nuestro existir. Y nuestra vida no es más que el trecho entre estos dos puntos básicos que debemos aprovechar al máximo para alabarle, darle gracias y servirle en los hermanos más necesitados.

5
Dios preside el santuario de mi interioridad

San Agustín dice en sus Confesiones: “[Señor Dios mío], tú eres interior a mi más honda interioridad”.
Es ésta una expresión bellísima, llena de fuerza poética y de profunda espiritualidad.
En lo más hondo de nuestro santuario interior está Él. Él preside nuestra más íntima interioridad y es “superior a todo cuanto hay en mí de superior”.
Dios no está cerca de nosotros, sino en lo más profundo de nuestro ser y podemos entablar con Él un diálogo tierno de amistad.
Entre Criador y criatura hay un abismo, pero el Dios que nos ha criado por amor quiere entablar con su criatura una relación de amistad.
Nuestra filiación divina, descubierta por Jesucristo, es la más grande de las verdades de nuestra religión y, a la vez, constituye el más sólido fundamento de nuestra fraternidad humana.

6
La plegaria de una madre

San Agustín dice acerca de su madre (Santa Mónica) en sus Confesiones: “Ella lloraba por mi muerte espiritual, [Dios mío], con la fe que tú le habías dado, y tú escuchaste su clamor. La oíste cuando ella con sus lágrimas regaba la tierra ante tus ojos; ella oraba por mí en todas partes, y tú oíste su plegaria… Sus preces llegaban a tu presencia, pero tú me dejabas todavía volverme y revolverme en la oscuridad”.
Mónica recordaba a Agustín unas palabras que le dijo un obispo hablándole de él: “No es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas”.
Cuántas conversiones han logrado a lo largo de la historia, las lágrimas de las madres hechas plegaria.
Dios no desoirá nunca la sincera súplica de una madre que pide la conversión de un hijo o de una hija.

7
La belleza y la profundidad literarias de San Agustín

San Agustín en su Confesiones describe con una fuerza inusitada su dolor por la muerte de un amigo con estas palabras: “Mis lágrimas ocuparon el lugar de mi amigo… Era yo para mí mismo un lugar de desdicha en el cual no podía estar y del cual no me podía evadir”.
La belleza literaria de esta descripción agustiniana coloca a las Confesiones en un lugar preeminente de la literatura universal.
Agustín, como uno de los grandes clásicos del saber humano, es capaz de expresar en pocas y medidas palabras un gran sentimiento humano.
Poder decir mucho con poco es un arte extraordinario que saben cultivar los grandes clásicos de la literatura universal.
La concisión y la brevedad en la profundidad del pensamiento es sinónimo de perfección literaria. Y San Agustín la tiene.

8
Dios, el consuelo de los que han perdido un ser querido

San Agustín, refiriéndose a él mismo, que ha perdido a un amigo íntimo con una muerte inesperada, exclama: “El único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que no se pierde. ¿Y quién es este sino tú, nuestro Dios, el que hizo el cielo y la tierra y los llena, pues llenándolos los hizo?”
En Dios descansan los difuntos y Él es el consuelo de aquéllos que lloran su muerte.
Los que hemos perdido a un ser querido, ponemos nuestra esperanza en el Dios de la vida, en el Dios que no se pierde, que permanece firme en su designio de amor.
Dios es el principio y el fin de nuestra existencia. En Él radica el sentido de nuestro vivir y de nuestro morir.

9
La vanidad ensordece y ciega

San Agustín, en sus Confesiones, hablando de la vanidad humana y de la centralidad de Dios escribe: “No seas vana, alma mía, ni permitas que se ensordezca el oído de tu corazón con el tumulto de las vanidades. Es el Dios mismo quien te llama para que vuelvas a Él. Él es el lugar de la paz imperturbable… Mucho mejor que todo cuanto existe es el que todo lo hizo, nuestro Dios y Señor, que no se retira y a quien nadie puede suceder”.
Convertirse es “volver a Él”. Dejar a un lado nuestros ídolos y centrar nuestra existencia no en nuestras vanidades, sino en Él que es la fuente de la vida.
La vanidad ensordece y ciega. Sólo Dios puede llenar nuestro corazón y ofrecerle sentido y felicidad.

10
La centralidad de Dios

San Agustín en sus Confesiones escribe: “Arrastra hacia Dios a cuantos puedas, y diles: ‘A Él y sólo a Él debemos amar; Él lo hizo todo, y no está lejos. Porque no hizo las cosas para marcharse luego, sino las hizo, y están en Él. Donde Él está, la verdad adquiere sabor; Él está muy adentro del corazón, pero el corazón se aparta de Él’”.
Es éste un bello texto sobre la centralidad de Dios.
Él está en lo más profundo de nuestro corazón, aunque nuestro corazón se aparte a veces de Él.
A Él y solamente a Él debemos amar. Él ha de  constituir el centro de nuestra existencia. Sin Él, nuestra vida va a la deriva. Sin Él, nuestra vanidad lo domina todo y nos perdemos en lo superficial. Solamente “donde Él está, la verdad adquiere sabor”.

11
Las profundidades del ser humano

San Agustín, gran conocedor del alma humana, con una frase lapidaria afirma: “Insondable abismo es el hombre, Señor, cuyos cabellos tú tienes contados, ninguno de los cuales se pierde en ti. Y mucho más fáciles son de contar sus cabellos que no sus afectos y los movimientos de su corazón”.
Describir al ser humano como un abismo insondable es de un realismo extraordinario y de una gran fuerza psicológica.
Tal vez no haya vocablo más acertado para describir al hombre que el de “abismo”. No hay sima más honda que la del ser humano con los complejos afectos y movimientos de su corazón.
El “abismo” expresa complejidad, profundidad y misterio. Y el único que puede penetrar en él es Dios con su luz y su gracia.

12
Podemos abandonar a Dios porque somos libres

San Agustín, en sus Confesiones, afirma: “A ti no te pierde, [Señor Dios], sino el que te abandona”.
Dios nunca nos deja tirados en el camino de la vida. A Dios sólo lo perdemos, si lo abandonamos. Su designio sobre nosotros es de acogida y de salvación. Y este designio permanece inalterable.
Podemos perder a Dios porque somos libres. Y el abandono es nuestro, no suyo.
El misterio de la libertad humana es insondable: podemos huir de Dios y abandonarle.
Pero aunque nosotros le seamos infieles, Él nos será siempre fiel. Su misericordia es más fuerte que nuestra miseria, o dicho de otra manera, su corazón late junto a nuestra miseria y nos salva.
Su bondad es infinita. Y nuestra miseria para abandonarle, libre.

13
“Nuestra casa es tu eternidad”

San Agustín, hablando de la muerte en sus Confesiones, afirma: “Nuestra casa no se derrumba por nuestra ausencia, pues nuestra casa es tu eternidad”.
Es ésta una bellísima expresión agustiniana de esperanza en el más allá: “Nuestra casa es tu eternidad”.
La eterna bondad de Dios es el fundamento firme de nuestra esperanza.
La esperanza cristiana no se basa en nuestros méritos y esfuerzos, sino que se cimenta en la eterna bondad de Dios y en la resurrección de Jesucristo.
En ti, Dios eterno y misericordioso, hemos puesto nuestra esperanza.
La meta de nuestro caminar radica en ti. No somos vagabundos, sino peregrinos que avanzamos hacia tu eternidad, conscientes de que en ti encontraremos la luz y la felicidad.

14
Dios está presente también en aquellos que huyen de Él

San Agustín, en sus Confesiones, manifiesta: “[Tú, oh Dios,] estás presente también en aquellos que huyen de ti”.
Es ésta una frase llena de ternura, y para ellos pide la conversión de corazón con estas sentidas palabras: “Conviértanse pues a ti; que te busquen, pues tú, el creador, no abandonas jamás a tus criaturas como ellas te abandonan a ti. Entiendan que tú estás en ellos: que estás en lo hondo de los corazones de los que se confiesan, y se arrojan en ti, y lloran en tu seno tras de sus pasos difíciles. Tú enjugas con blandura sus lágrimas, para que lloren todavía más y en su llanto se gocen. Porque tú, Señor, no eres un hombre de carne y sangre; eres el creador que los hiciste y que los restauras y consuelas”.
Dios está presente en todos los corazones humanos y busca pacientemente su conversión, es decir, su retorno a Él.

15
La conversión exige humildad

“No te acercas, [oh Dios], sino a los de corazón contrito, ni te dejas encontrar por los soberbios por más que en su curiosidad y pericia sean capaces de contar las estrellas y conocer y medir los caminos de los astros por las regiones siderales” (San Agustín).
La conversión sincera a Dios exige humildad. Los soberbios de corazón altivo nunca podrán alcanzarte ni descubrirte. Tu camino les está vedado. En cambio, los humildes de corazón contrito descubrirán tu rostro y tú les salvarás.
Solamente la humildad puede conducirnos a Dios. La soberbia nos aleja de Él. La criatura ante el Criador sólo tiene sentido de rodillas. El único carnet que nos acredita ante Dios es el de la humildad. No hay otro. Todos los demás títulos no sirven.

16
San Agustín, buscador de la verdad de Dios

San Agustín, en las Confesiones, se nos presenta como un gran buscador de la verdad de Dios. En una de sus frases geniales afirma: “Yo anhelaba, [Dios mío], pero no podía, respirar el aire puro y fresco de tu verdad”.
Los trece libros de su obra Las Confesiones, con sus respectivos capítulos, son un diálogo a corazón abierto con Dios, con el Dios de la vida, que él busca afanosamente, a pesar de todas las dificultades.
Los grandes buscadores de Dios, como San Agustín, irradian una fuerza seductora extraordinaria. Son personas de profundas convicciones, que no andan enredados en tonterías y vanidades, ni están esclavizados por el dinero y el poder, sino que cimentan toda su existencia en el “Esencialmente Otro”, en el Dios bíblico de la Revelación, que es el Dios verdadero.

17
El misterio de Dios

“Tú eres, [oh Dios mío], inaccesible y próximo, secretísimo y presentísimo” (San Agustín).
Estos adjetivos antagónicos: “inaccesible” y “próximo”, “secretísimo” y “presentísimo” expresan con gran hondura el misterio de Dios, un misterio que el santo Obispo de Hipona contempló durante toda su vida.
Precisamente porque Dios es, a la vez, inaccesible y próximo, secretísimo y presentísimo, es un misterio insondable y salvador que nos conviene meditar asiduamente y vivirlo con intensidad.
Contemplemos de rodillas el gran misterio de Dios y démosle gracias por el don de la vida y de la vocación.
A este Dios próximo y presentísimo podemos llamarle Padre, porque así nos lo ha enseñado Jesucristo. Y de esta paternidad divina se deriva la fraternidad humana, que es el mandamiento principal de su Hijo.

18
El ideal de la comunidad cristiana

El ideal de la comunidad cristiana, lo describe San Agustín en las Confesiones con estas certeras palabras: “Habíamos pensado contribuir con lo que cada uno tuviera para formar con lo de todos un patrimonio común, de modo que por nuestra sincera amistad no hubiera entre nosotros tuyo y mío, sino que todo fuera de todos y de cada uno”.
Es imposible, en menos palabras, describir el ideal cristiano de la comunión de bienes.
Es un ideal muy difícil de realizar, pero posible, con la ayuda del Espíritu y el firme deseo de seguir a Jesús pobre y desprendido, que nos dejó como mandamiento principal el de la fraternidad cristiana.
La genuina fraternidad cristiana se hace realidad palpable y relevante en la comunión de bienes, donde todo es de todos.

19
Dios, fuente de la misericordia

“A ti la alabanza y la gloria, ¡oh Dios, fuente de las misericordias! Yo me hacía cada vez más miserable y tú te me hacías más cercano. Tu mano estaba pronta a sacarme del cieno y lavarme, pero yo no lo sabía” (San Agustín).
San Agustín, en Las Confesiones, invoca una y otra vez y de distintas maneras la misericordia del Señor.
El adjetivo que más me gusta atribuido a Dios es, sin duda, el de “misericordioso”. Dios siempre se hace cercano a nuestra miseria, si le invocamos con corazón contrito.
Dios muestra su poder en su misericordia. Su poder no es para humillar al ser humano, sino para perdonarlo y acogerlo. Dios es todo corazón y ternura para con nuestra miseria material y moral.
Perdón y misericordia son sus grandes atributos.

20
Esperanza en la misericordia de Dios

Si tuviera que remarcar el sentimiento más insistente y profundo de San Agustín en Las Confesiones diría que es éste: La esperanza en la misericordia de Dios. Y la expresión más repetida: “¡Señor Dios de las misericordias!”
La magnanimidad de Dios ante la miseria humana es la constante preferencial de Las Confesiones de San Agustín.
El Dios de San Agustín es el Dios de la misericordia y del perdón, es el Dios que coloca su corazón de Padre junto a la miseria humana para levantarla y redimirla.
El Dios de la misericordia y del perdón es el revelado por Jesús en el Evangelio. Es el que acoge al hijo pródigo, busca a la oveja perdida y perdona a los pecadores que con fe se acercan a Él.

21
El retrato de Mónica hecho por Agustín

Al final del capítulo 9 del libro IX de sus Confesiones, San Agustín nos presenta este entrañable retrato de su madre Mónica:
“Fue servidora de tus servidores, [Señor Dios]. Quien la conocía encontraba en ella mucho que alabar; y en ella te alababa y te honraba a ti, pues sus buenas obras hacían sentir que ella tenía tu presencia en su corazón.
Había cumplido bien sus deberes para con sus padres, había sido esposa de un solo marido; siempre llevó su casa con piedad y los buenos frutos de su conversación daban de ella alto testimonio. Había educado a sus hijos, y tantas veces los había dado a luz cuantas veía que se desviaban de ti.
Por último, Señor, había cuidado de todos nosotros, que por tu gracia nos llamamos hijos tuyos y después de la gracia del bautismo vivíamos en fraternal comunidad, nos cuidaba y atendía como si fuera la madre de todos; y a todos nos sirvió como si hubiera sido hija de todos”.

22
El deseo de ser felices es del todo universal

“Es verdad que unos ponen la felicidad en esto y otros en aquello, pero el deseo de ser felices es del todo universal; todos quieren gozar y como gozo conciben la felicidad. Y diversas como son las maneras de concebirla, todos se esfuerzan por llegar a ella. Por otra parte, el gozo el algo que está en la experiencia de todos; por eso saben de qué se trata cuando la oyen nombrar” (San Agustín).
La felicidad es un sentimiento innato en el ser humano. Todos los hombres y mujeres aspiran a la felicidad, pero no todos la consiguen.
La felicidad es una paz y una serenidad interiores, difíciles de conseguir. El deseo de felicidad es universal, pero la plasmación de ésta en el corazón del ser humano es una tarea difícil que requiere disciplina y esfuerzo.
Todos quieren ser felices, pero no todos lo alcanzan.

23
Una plegaria para morir en las manos del Padre

A la hora de mi muerte desearía rezar a Dios con los labios y con el corazón estas palabras de Las Confesiones de San Agustín: “La única esperanza con que cuento la tengo puesta en tu infinita misericordia”.
Pienso que no hay palabras mejores que éstas para morir en las manos del Padre.
Las pequeñas esperanzas mundanas a la hora de la muerte no cuentan, no sirven, son banales. Lo único que verdaderamente importa es el abrazo misericordioso del Padre que es plenitud y gozo.
A la hora del último suspiro, la única seguridad será el amor del Padre. Y la única felicidad, descansar junto a Él para siempre.
Estoy plenamente convencido que en  la hora final, Señor Dios, el único asidero seguro será tu infinita misericordia.

24
Expresiones agustinianas significativas

En las Confesiones de San Agustín he encontrado expresiones muy relevantes que pueden ayudarnos a vivir con más intensidad nuestra vida cristiana. He ahí algunas:
–    “Nos creaste para ti, [Señor], y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti”.
–    “Alabarán al Señor quienes lo buscan, pues si lo buscan lo habrán de encontrar, y si lo encuentran lo habrán de alabar”.
–    “Todo lo creas, [Señor], lo sustentas y lo llevas a perfección. Eres un Dios que busca, pero nada necesita”.
–    “[Señor], nos pagas tus deudas cuando nada nos debes; y nos perdonas lo que te debemos sin perder lo que nos perdonas”.
–    “[Señor], quizás aparezco risible ante tus ojos, pero tú te volverás hacia mí lleno de misericordia”.
–    “Fue obra de tu gracia y de tu misericordia, [Señor], el que hayas derretido como hielo la masa de mis pecados; y a tu gracia también soy deudor de no haber cometido muchos otros”.
–    Me derramé y vagué lejos de ti, mi Dios, muy alejado de tu estabilidad, en mi adolescencia. Me convertí para mí mismo en un desierto inculto y lleno de miseria”.
–    “Mientras más miserable era, [mi Dios], más hastiado me sentía.
–    “¡Oh Señor omnipotente y bueno, que cuidas de cada uno de tus hijos como si fuera el único, y que de todos cuidas como si fueran uno solo!”
–    “Ríanse pues de mí los fuertes y los potentes, [Dios mío], que yo débil y pobre me confieso ante ti”.
–    “¿Cómo podía ser que tú desoyeras y rechazaras las lágrimas de la que [Mónica, mi madre] no te pedía oro ni plata ni bien alguno pasajero sino la salud espiritual de su hijo, que era suyo porque tú se lo habías dado?”
–    “Entonces tú, [mi Dios], tratándome con mano suavísima y llena de misericordia, fuiste modelando poco a poco mi corazón”.
–    “Tú, Señor y Dios nuestro, lo hiciste todo muy bueno”.
–    “Recuerdo yo mi vida, Señor, dándote gracias, y confieso tus muchas misericordias para conmigo”.
–    “Es la regla: no hay alegría verdaderamente grande sin el preludio de algún grande sufrimiento”.
–    “¡Tú, [oh Dios], eres más excelso que todas las alturas y más profundo que todas las profundidades! Y nunca te retiras de nosotros, aun cuando nosotros sólo con trabajo y con pena nos volvemos a ti”.
–    “Tú persistías, [oh Dios mío], en enfrentarme a mí mismo y ponías viva luz en mis ojos para que viera mi maldad y la aborreciera. Ya la conocía yo, pero la disimulaba, me convertía en su cómplice y terminaba con sepultarla en el olvido”.
–    “Tú, mi Dios omnipotente, eres todo mi bien; tú, que estás conmigo desde antes que yo estuviera contigo”.
–    “Yo, mi Señor,… me he convertido para mí mismo en una tierra de dificultades y de muchos sudores”.
–    “En ninguna parte pongo mi confianza, Señor, sino en la inmensidad de tu misericordia. Dame lo que me mandas y mándame lo que quieras”.
–    “La alabanza me gusta, pero más que ella me agrada la verdad”.
–    Tú, [mi Dios], no admites ser poseído en la vecindad de la mentira”.
–    “Me he empeñado, [Dios mío], en la empresa de llegar a conocerte y mi trabajo será ímprobo mientras tú no me abras tu puerta”.
–    Tú alumbrarás mi lámpara, tú, mi Dios y Señor, acabarás por rasgar mis tinieblas”.
–     “¡Oh que grande eres, Señor! Y siendo tan grande, en el corazón de los humildes encuentras tu morada; levantas a los caídos e impides que caigan los que se apoyan en ti”.

25
Plegarias agustinianas

Diseminadas por los 13 libros de las Confesiones de San Agustín podemos encontrar breves plegarias que nos pueden ayudar en nuestra plegaria comunitaria y personal. He ahí algunas:
–    “[Señor Dios], haz que te ame con hondura y estreche tu mano con todas las fuerzas de mi corazón, y así me vea libre hasta el fin de todas las tentaciones”.
–    “Señor y Dios mío, pon en mí tus ojos, óyeme, compadéceme y sáname. Porque ante tus ojos me he convertido en un problema, con tanta miseria”.
–    “Señor, somos tu pequeña grey, poséenos. Extiende sobre nosotros tus alas para que nos salvemos a su cobijo”.
–    “[Dios mío], lo que puedo hacer es manifestarte mi amor y confesarte mis muchas miserias y tus grandes misericordias para conmigo, para que termines la obra de mi liberación, puesto que ya la has comenzado, y deje yo de ser miserable en mí y empiece a ser feliz en ti”.
–    “A la luz de la verdad que eres tú, [Dios mío], veo claro que las alabanzas no deben moverme por mí sino sólo por el provecho del prójimo. Y no sé si es así. Yo me conozco mal, tú me conoces bien. Entonces, Señor, te suplico que tú mismo me hagas ver lo que debo confesar sobre lo que en mí encuentro de llagado a los buenos hermanos que van a rogarte por mí. Debo interrogarme con mayor diligencia”.
–    “Señor y Dios mío, escucha mi oración y que tu misericordia atienda a mi deseo, que no arde solamente por mí sino también, con fraterna caridad, por el bien de mis hermanos. Tú penetras en mi corazón y sabes que es así”.
–    “Te suplico, Señor, que estas cosas que tan claras veo ahora en tu presencia, me sean aún más claras, y que en esta persuasión permanezca yo sabiamente al amparo de tus alas”.
–    “Sé tú, Señor, el árbitro entre mis confesiones y sus contradicciones”.
–    “Quiero invocarte, Señor, misericordia mía, que me creaste y no olvidaste al que se olvidó de ti. Ven a mi alma, que tú preparas para recibirte con el deseo que le inspiras”.
–    “Tú, Señor, iluminarás nuestra noche; tú nos vestirás de tu luz, y nuestras tinieblas serán más claras que el mediodía”.
–    “Date a mí, Señor, devuélvete a mí, porque te amo. Y si mi amor es poco, haz que te ame más. No puedo medir mi amor para saber cuánto le falta para que sea suficiente y mi vida corra hacia tu abrazo y no se aparte de ti, sino que se hunda en tu rostro. Sólo una cosa sé, y es que sin ti soy desgraciado, y en mí y fuera de mí no tengo sino malestar; pues toda abundancia de lo que no es mi Dios no es abundancia sino miseria”.
–    “Mi alma, [Señor Dios], es en tu presencia como una tierra sin agua que ni puede iluminarse por sí ni tampoco saciarse de sí. Tú eres la fuente de la vida, y en tu luz veremos tu luz”.
–    “Te ruego, Señor, que así como das la alegría y la fuerza, así hagas brotar de la tierra la verdad, y que la justicia mire desde el cielo y aparezcan las luminarias en el firmamento. Partamos el pan para darlo al hambriento, hagamos entrar bajo nuestro techo al que no tiene dónde quedarse. Vistamos al desnudo y no despreciemos a los de nuestro propio linaje. Y si frutos como éstos se dan en nuestra tierra, míralos, Señor, y di que son buenos; brille a su tiempo nuestra luz de tal manera, que ganando con esta interior cosecha de buenas obras las superiores delicias de la contemplación de tu Verbo, aparezcamos sobre el mundo como luminarias en el firmamento de tu Escritura”.
–    “[Tú, Señor], das la vida a quien desea recibirla y bendices los años del justo. Mas tú eres siempre el mismo; y en tus años, que no acaban, preparas un amanecer para nuestros años transitorios”.
–    “Que todas tus obras te alaben, Señor, para que nosotros te amemos; y que te amemos nosotros para que te alaben tus obras , esas obras que tienen en el tiempo un principio y un fin, una aurora y un atardecer, crecimiento y mengua, hermosura e imperfección; y todo esto , en parte de manera manifiesta y en parte de modo oculto, fueron hechas por ti, pero no de ti sino de la nada”.
–    “Señor y Dios nuestro, ¡danos la paz! Ya que nos lo has dado todo, danos ahora la paz del reposo, la paz del sábado, la paz del atardecer. Porque este orden bellísimo resultante de tantas cosas buenas, una vez cumplido su tiempo habrá de pasar. En él tuvo el sol su aurora y tendrá también su crepúsculo. Un día completo, con su mañana y su tarde”.
–    “A ti solo, [Señor Dios], se te ha de pedir, en ti se ha de buscar, a tu puerta se ha de llamar; de este modo y sólo así, recibiremos lo pedido, lo encontraremos, y se nos abrirá tu puerta. Amén”.